El miedo nunca duerme. Cambia en función de la cultura y de los tiempos, pero nunca desaparece. Nos hemos acostumbrado a convivir con una serie de miedos infundados que no hacen sino obstaculizar nuestro desarrollo personal y profesional.
Se trata de esa mochila que todos llevamos, que nos hace pequeños, débiles, que nos consume… Esa emoción que nos acompaña en nuestra andadura, desde que nacemos hasta el último día de nuestra vida.
Parece impensable que, en la actualidad, convivan una sociedad que parece segura y unas almas llenas de miedo: miedo a la soledad, al sufrimiento, a la inseguridad, al éxito y a al fracaso, al amor… Miedo al miedo. Ese miedo que nos paraliza, que no nos deja tomar decisiones, que nos hace sentir débiles. Ese que saca sus garras y va arañando nuestra voluntad hasta acabar con ella.
Pero el miedo no siempre es malo. En ocasiones, nos protege y nos ayuda a sobrevivir ante las adversidades que nos rodean. Todo depende del uso que hagamos de ese estado emocional. No es cambiar aquello que se teme -porque siempre va a estar ahí y, en muchas ocasiones, no depende de nosotros-, sino modificar nuestra manera de mirarlo y aprender a gestionarlo, para convertirlo en una clave de éxito. Se trata de transformarlo en una fuerza constructiva y activa que nos haga salir del letargo y que nos permita hacer frente a la realidad. Igual que aprendemos a tenerlo, podemos aprender a no tenerlo. Saber reaccionar ante él evitaría convertirlo en una emoción negativa.
Permitámonos que el miedo haga aumentar la velocidad del latido de nuestro corazón; que nos dilate las pupilas; que incremente la sudoración de nuestro cuerpo y que provoque todos esos cambios fisiológicos que nos ponen en alerta. Permitámonos controlar ese miedo, porque quien no controla los síntomas del miedo acaba experimentando un miedo aún mayor.