Cuando el ego nos puede y nos domina, la ambición desmedida y la envidia hacen que compañeros de trabajo puedan llegar a convertirse en nuestros peores enemigos. Todo lo hacen en aras a lo externo, en búsqueda del reconocimiento social, del premio en forma de promoción.
Viven hacia fuera y acaban padeciendo una desconexión con su propio interior, que es el lugar donde anidan los principios y los valores de las personas. Los principios tienen por objeto, entre otras cosas, poner límite a ciertas acciones que uno considera ilegítimas. Por eso, para las personas que sienten ese vacío personal interno, todo vale. Ningún medio es ilegítimo para alcanzar sus fines. Cueste lo que cueste. Pisando a quien haga falta.
Cuando el amigo de antes pasa a convertirse en un enemigo emboscado, se comporta raro: bien con un exceso de simpatía y halagos con los que intentan ocultar sus verdaderas intenciones, o bien con una distancia y sobriedad que antes no practicaba.
El gesto que más les delata es la mirada. O mejor dicho, la falta de mirada. Le es muy difícil sostener la mirada a quien en otro tiempo fue un compañero leal y ahora busca cómo traicionar nuestra confianza para lograr su provecho. Ante el traidor emboscado hay que actuar a pecho descubierto, de manera directa, mirándole a la cara. Sin violencia, pero con asertividad y firmeza. Esa debe ser la estrategia.
Sin embargo, son muchos los que se equivocan y entran en el mismo juego de rumores y difamaciones por la espalda. En esa partida, perder es muy fácil. Para entrar en ese terreno sucio es preciso tener una falta absoluta de ética y mucho estómago. Y en cualquier caso, el resultado más frecuente es perder-perder.
La mejor receta es no dejarse contagiar. De igual manera que cuando alguien te increpa de forma violenta a la cara, lo mejor es responder con calma y firme serenidad, la mejor fórmula para desenmascarar al traidor que actúa por la espalda es hablándole a la cara. Cuando actuamos así, quien practica el juego sucio se siente muy incómodo. Es responsabilidad de los jefes actuar. Cualquier actuación siempre será mejor que la peor posible, que es no hacer nada.
Hay quienes piensan que el factor tiempo es el mejor disolvente para resolver conflictos entre colaboradores y dejan dormir los conflictos hasta que por sí solos se resuelvan. Pero esa forma de proceder es nociva: el paso del tiempo sin que el jefe intervenga lo único que hace es que el conflicto empeore. Los jefes deben actuar. Claro que para ello, lo primero que deben hacer es estar al tanto. No se puede intervenir en aquello que no se es capaz ni tan siquiera de observar. Por eso, los responsables deben mostrarse atentos y cercanos con su equipo.
A veces, parar y resolver determinados conflictos es la mejor inversión para poder proseguir produciendo sin distracciones. El equipo y su ánimo colectivo deben estar por encima de cualquier ego que sólo pretenda su particular beneficio. A la larga, el resultado vendrá de la mano de un equipo bien avenido y no de un individuo cuyo mejor activo sea la astucia sin ética.